La cervecería más antigua de Europa, hasta que los arqueólogos no den con otra, estaba en Begues (Baix Llobregat). Hace 6.200 años ya se conocían en la cueva neolítica de Can Sadurní las virtudes de la ‘saccharomyces cerevisiae’, la levadura de la cerveza, un hongo realmente prodigioso, el verdadero mejor amigo del hombre. Han pasado seis milenios y no muy lejos de allí, en una recóndita callejuela de L’Hospitalet, dos empresas producen su propia cerveza artesana. Hay más artesanos de la birra en Catalunya. Es un negocio en crecimiento. La gracia de Llúpols i Llevats y de Cervezas Fort es que trabajan puerta con puerta. En L’Hospitalet, mira por dónde, tienen un clúster.

Alex Padró llegó primero. Fermentó su primera cerveza en el año 2005. Gabriel Fort es su vecino desde el pasado mes de septiembre. Ambos tiene en común, además de la dirección postal y un muy bien educado paladar, un mismo maestro, Steve Huxley, un singular sexagenario de Liverpool que desde los años 70 vive en Barcelona, donde imparte cursos en una escuela de nombre llamativo, Steve Beer Academy. No es para tomarlo a broma. Allí se revelan los secretos de una alquimia milenaria que, poco a poco, tiene cada vez más seguidores. “La cerveza es un lubricante social, no hay que menospreciar su importancia”. Lo dice Huxley, un hombre de verbo torrencial que acongoja cuando cuenta que la buena cerveza a punto estuvo de correr la suerte de los neandertales y los mamuts y extinguirse, pero no antes de la última glaciación, qué va, sino hace mucho menos, a mediados del siglo pasado.

Un resumen breve de una hora de charla de Huxley es que los 13 años de la ley seca de Estados Unidos tuvieron al final una repercusión mundial. Finalizada la prohibición en 1933, las grandes empresas coparon el mercado con cervezas de baja calidad, nada fieles a la receta original, y esa práctica se extendió lamentablemente al otro lado del Atlántico. “En Escocia, durante 10 años no hubo ni una sola cerveza decente. En Gales, otro tanto de lo mismo. Irlanda resistió, pero más mal que bien”. La extinción en último término se evitó porque en 1963 se derogó en el Reino Unido la ley que prohibía fabricar cerveza casera.

Lo que vino después de aquella fecha es el germen de lo que ahora sucede en L’Hospitalet y en otros talleres de Catalunya.

Padró y Fort, cada cual en su local, trabajan pacientemente primero en la obtención de copias fidedignas de las mejores aguas del mundo (solo la de Pilsen es puñeteramente irreproducible), después en la cocción de maltas de extraordinaria calidad, hasta que se obtiene un mosto perfecto y, luego por fin, la fermentación, sin duda el momento más mágico. Desconcertante, incluso. La levadura no es más que un hongo unicelular tremendamente adicto a los azúcares del mosto. Es un glotón. Se pone tieso y (perdón de antemano a todos aquellos aficionados a la cerveza que desconocen este dato) necesita al final ir al baño. CO2 y alcohol. Eso es el resultado del festín que se ha dado en la cuba de fermentación el ‘saccharomyces cerevisiae’, según Huxley, “el verdadero maestro cervecero”.

“Parece fácil, pero tiene su intríngulis. No todas las levaduras son iguales. Tampoco todos los lúpulos. Cada cual da un amargor distinto. Hay que probar y probar hasta acertar”. Así lo ve Padró. Él es el duelo y el único empleado de Llúpols i Llevats. Parece un druida.

El caso de Fort es distinto. Es el responsable actual de la cervecería barcelonesa El Vaso de Oro, donde se presume de la mejor técnica de tirar cerveza de toda la ciudad. Él quería abrir su nuevo negocio cerca del primero, en la Barceloneta, pero el Ayuntamiento de Barcelona fue tan extenuantemente quisquilloso en el papeleo que al final emigró a L’Hospitalet. “Aquí todo han sido facilidades. Es de agradecer”, subraya Fort, que en su pequeña fábrica trabaja con media docena de personas.

Actualmente, en Estados Unidos el 10% de la producción cervecera es artesanal. Es un porcentaje considerable. Sin parangón en el resto del mundo. España está lejos aún de esas cifras. Pero está en expansión. A veces en lugares recónditos. En pequeños talleres. El clúster de L’Hospitalet es un ejemplo de ello. Allí es posible conocer a unas rubias, turbias si se miran al trasluz, que no dejan indiferente a nadie. ¡Qué cuerpo, por favor!

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